Tierras públicas en tiempos de COVID

Se supone que debería estar escribiendo sobre conservación, pero mientras el cursor de mi computadora parpadea, pienso en mis hijas en la otra habitación viendo una película juntas a las 2 p. m. un martes, cuando deberían estar en la escuela. Pienso en la lista cada vez más larga de tareas laborales que sigue creciendo mientras me tambaleo entre atender llamadas de trabajo, ayudar a nuestra hija menor con su tarea de matemáticas y recordarle no tan gentilmente a nuestra adolescente que el mediodía no es una hora aceptable para estar en la cama. Todo el tiempo aterrorizada de que alguna de nosotras vaya a contraer los gérmenes de COVID-19 de esos tomates sin lavar, y temiendo en silencio que mi esposo o yo perdamos nuestros trabajos.

Antes del coronavirus, siempre sentía que estaba fracasando en mi trabajo a tiempo completo y en la crianza de nuestras tres hijas, siempre dedicando a cada una un esfuerzo a medias a pesar de mis mejores intenciones. De alguna manera, nuestra “nueva normalidad” ha llevado el fracaso a un nuevo nivel.

Esta pandemia de coronavirus tiene muchos tentáculos que no tienen precedentes. Cosas que no nos hacen sentir bien. Cosas que nos quitan el sueño.

Así que, en lugar de escribir sobre conservación, como debería hacerlo ahora, escribo para preguntarles cómo están. ¿Cómo están? ¿Están durmiendo? ¿Están comiendo? Si necesitan ayuda, ¿la tienen? Está bien sentirse asustado o enojado. Está bien si simplemente están sobreviviendo día a día, hora a hora, minuto a minuto. Yo también lo estoy.

Lo que estamos asumiendo ahora –juntos pero separados– no es sostenible. A los que tenemos la suerte de seguir trabajando a tiempo completo se nos exige que seamos profesores a tiempo completo. Muchos hemos perdido nuestro trabajo. Muchos estamos enfermos. Y les digo –de amigo a amigo, de vecino a vecino, de mamá a mamá– que fracasaremos. No pasa nada. No estamos solos.

¿Mencioné que se supone que debo escribir sobre conservación? Ese es mi trabajo. Pero recientemente, me pareció insensible hablar sobre tierras públicas, aguas y cambio climático. Nuestra nación se está tambaleando ante un adversario que ni siquiera podemos ver. Tenemos miedo y nuestro mundo está cambiando: rápidamente.

He estado lidiando con el miedo, el fracaso y la frustración haciendo lo que siempre he hecho: salir. He estado tomándome las cosas con calma, corriendo por los senderos locales, llevando a nuestras niñas a esquiar a campo traviesa por la tarde (y con bastante frecuencia) y a dar paseos soleados en bicicleta. Cada vez que vamos a los parques y senderos que compartimos, veo a extraños saludando con la mano y siento calma y comunidad.

Los habitantes de Montana tienen la suerte de que, durante esta emergencia sin precedentes, todavía tenemos acceso seguro y responsable al aire libre. La historia es diferente en Chicago o la ciudad de Nueva York, donde la gente está confinada en sus casas, aceras y, si tienen suerte, en un parque local. El estado de Washington ha cerrado la temporada de pesca, porque los sitios de acceso para pescar pueden estar muy concurridos.

Esta pandemia nos recuerda que todos tienen derecho a disfrutar del aire libre y que debemos proteger ese derecho y planificarlo. En eso se basaban programas como el Fondo de Conservación de Tierras y Aguas cuando se aprobó en 1965, y es aún más cierto hoy en día.

Una vez que el Congreso pueda volver a trabajar, tengo la esperanza de que la Ley de Grandes Áreas al Aire Libre de Estados Unidos pueda llegar rápidamente al escritorio del presidente, para que la LWCF –y las tierras y aguas públicas del país– puedan recibir la financiación completa y dedicada que se le prometió a Estados Unidos hace más de 50 años.

Las tierras públicas nos conectan y nos brindan un espacio seguro mientras debemos permanecer separados. En momentos como estos, nuestros senderos y espacios abiertos brindan consuelo y comunidad que no puedo encontrar en ningún otro lugar. Sospecho que muchos habitantes de Montana sienten lo mismo.

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